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En el año de gracia de un mil cuatrocientos noventa y dos cayó Granada, y con ella la presencia de los árabes en Iberia; ese mismo año salieron los judíos de España, empujados por sus rivales, los Genoveses, banqueros de los monarcas triunfantes, don Fernando y doña Isabel, y Colón descubrió, en su lucha por llegar al oriente por el occidente, un nuevo mundo. En este año se inicia la historia que concluye en los valles de las cañas gordas, la tierra de los Quimbayas, un próspero pueblo asentado en la laderas de la cordillera de los Andes, en el nuevo mundo, en el centro de la actual República de Colombia. De cómo fue el choque de los blancos y los indios, de los católicos y los adoradores del sol y de la luna, de la pólvora y la macana, de cuales las costumbres y usos de los aborígenes ha quedado el registro en castellano, pero ningún Quimbaya sobrevivió para darnos la otra versión de la historia. Los españoles utilizaron a los indios para exterminar a los indios, intervinieron en las ancestrales disputas y generaron los desequilibrios que condujeron al aniquilamiento de pueblos enteros. Así con Robledo, llegaron Yanaconas que lo acompañaron desde el Perú y con ellos las lenguas intérpretes que hablaban muchos idiomas y permitían la comunicación ente los pueblos nativos y los españoles. La presencia del católico destruyó la sociedad primitiva, derribó su gobierno, sus creencias, su forma de trabajar y finalmente su idioma resultó intervenido por el Castellano y contaminado por otras muchas lenguas. Las crónicas de la conquista del reino de los Quimbaya hacen referencia, una y otra vez, a las cañas gordas; Cieza de León dice que eran gruesas corno la pierna de un hombre; los guaduales colmaban el territorio y eran el determinante de los caminos y de la vida de los habitantes del laberinto de vallecitos y riachuelos, que componían el territorio de los hábiles tejedores y refinados trabajadores del oro, protagonistas de esta historia.